3 de diciembre de 2014

El lejano norte


Lo bueno de estar en un país semi salvaje es que uno siente que está descubriéndolo por su cuenta. Es tan diferente de viajar por Europa, por ejemplo, donde cada uno va por la huella que dejaron cientos de turistas antes… hasta puede suceder que te encuentres con la misma gente en los mismos lugares. Nos pasó en la Luna de Miel: veíamos a los mismos en cada lugar que visitábamos. Ahora, todos a la playa roja, ahora a la playa negra, esta noche cena en el barrio de Plaka… como si fuéramos en un gran tour llamado “la primera quincena de septiembre en Grecia”. Eso tiene su lado positivo porque hace que viajar sea fácil, placentero. Uno sabe lo que vio y lo que le falta visitar, puede calcular tiempos, excursiones, diseñar el viaje a gusto de cada viajero.

Nueva Zelanda es diferente. Tiene sus propios tiempos que no son los de un turista apurado precisamente. Por decir algo a modo de ejemplo, las distancias que indica el mapa son muy diferentes en la vida real. Esos magníficos 300 kilómetros por el bosque que marcaba el Google Maps y que pensábamos recorrer en un par de horas, se convierten rápidamente en una carretera poco confortable (en parte, debido a las proporciones de preparado y piedra que usaron para construirla, le debo esta información a mis 5 horas en el auto con 3 ingenieros civiles) de un carril y medio de ancho (contando los dos sentidos) que zigzaguea por el bosque, provocando mareos a embarazados y no embarazados por igual.


Así que los tiempos se estiran, las distancias se alargan y los cuerpos se cansan con mucha facilidad… no es empresa para débiles. Pero allá fuimos de cualquier modo, camino a Northland (tierra del norte) más por aplacar el sentimiento de culpa que nos daba vivir tantos meses en este país sin conocer cosas, que por la ilusión de lo que íbamos a encontrarnos. Todo el mundo nos dice que tenemos que ir a la isla sur que, para nosotros (con Ale trabajando de lunes a viernes), está tan lejos como Jamaica. Así que simplemente vagamos por la isla norte como almas en pena, buscando las cosas no vistas y no recomendadas por nadie.

Como siempre, Nueva Zelanda se encargó de sorprendernos con sus maravillas naturales, que no distinguen entre isla sur e isla norte, simplemente están ahí… esperando a aquellos viajeros que se bajan nauseabundos de los autos, después de varias horas de una agotadora ruta de montaña, con expresiones donde se mezclan los sentimientos de “al fin quietos” y “¿qué había para ver acá?”. Ahí está la Nueva Zelanda de las fotos, siempre al final de una ruta semi tortuosa, de un camino de ripio y en subida.

La llamada Tierra del Norte es donde se dio el primer contacto entre maoríes y europeos y donde se firmó el célebre Tratado de Waitangi (1840), que se considera el documento fundacional de la Nueva Zelanda moderna. El tratado tenía sus versiones en inglés y en maorí que, curiosamente, no coincidían… así que hasta el día de hoy hay problemas con la interpretación de las condiciones que firmaron ambos grupos. Para que después digan que no sirve de nada aprender idiomas.

Habíamos dejado Auckland para viajar por la ruta costera que bordea la isla por el Este y que conecta la ciudad con la zona de playas y la llamada Bahía de las Islas. Si hubiéramos ido por la otra costa (cosa que hicimos otro fin de semana), nos hubiéramos encontrado la playa de Karekare, famosa por una increíble cascada que forma una olla al caer (en la que Ale se metió en calzoncillos y para entretenimiento de una familia de pic-nic) y una película que nunca vi que se llama “El Piano”; y también habríamos cruzado la población de Piha, un pequeño conjunto de casas de madera frente a la playa salvaje, con muchísimo viento y los más avezados surfistas.

La Bahía de las Islas, del lado este de Nueva Zelanda, es (a contrario de su vecino agreste y ventoso, el lado oeste) un lugar de ensueño. Como su nombre lo indica, es una bahía hogar de múltiples islas grandes y pequeñas, la mayoría de ellas vírgenes y con nombres tan simpáticos como la Isla de las Cabras, la de las Gallinas y la de los Pollos (aunque en ninguna de ellas estén los animales de su nombre). Este lugar es el paraíso acuático de los submarinistas. Y allí fue donde llegó el Capitán Cook con su tripulación en 1869, que escribió en su diario de viaje que los maoríes eran una población muy agradable, a pesar de que por un malentendido idiomático se le habían comido 14 marineros. Un señor que sabía verle el lado bueno a las cosas, el Capitán Cook.

Comenzamos nuestro recorrido parando a ver la bonita playa de Omaha que, a pesar de su conflictivo nombre, es un destino de veraneo típico para los aucklandeses. Seguimos a la ciudad de Whangarei, donde nos detuvimos a ver su increíble cascada de 26 metros que forma una cortina de agua sobre una pared de basalto. Y luego llegamos hasta la hermosa ciudad de Paihía.

Desde allí salen excursiones en barcos para recorrer por agua la encantadora Bahía de las Islas. Durante el recorrido, que dura unas cuatro horas, vimos el famoso Hole in the Rock (un acantilado que forma un arco sobre el mar), un grupo de delfines enormes y muy sociables que saltaban la estela que iba dejando nuestro barco y finalmente, paramos en una de las islas. Desde el simpático muelle de madera se puede subir una colina hasta lo más alto para contemplar la maravillosa vista de la bahía. Allá fuimos, junto a un sorprendentemente atlético grupo de la tercera edad que, bastones incluidos, subieron hasta la cima por un pedregoso camino de tierra. El paisaje desde allá arriba es absolutamente extraordinario, se ve el mar de un color turquesa increíble y las islas verdes surgiendo por aquí y por allá hasta donde alcanza la vista.



Luego el barco nos dejó en el pequeño pueblo de Russell, que fue llamado “El hoyo del infierno del Pacífico” (Hell Hole of the Pacific) por los marineros durante los años 1830 en honor a su pasado de prostitutas y alcohol (dos de los entretenimientos favoritos de los marineros de la época). Pero luego llegaron las misiones religiosas y, para 1840, se había convertido en la población más grande de Nueva Zelanda. Ahora se puede pasear por su pintoresca costanera llena de edificios históricos y comer la pesca del día en los elegantes restaurantes locales.


Al final de The Far North (El Lejano Norte), se encuentra el Cabo Reinga, el punto más meridional de la isla norte de Nueva Zelanda y donde se unen el Mar de Tasmania y el Océano Pacífico. Un lugar curioso si los hay, en el que las corrientes chocan y producen olas perpendiculares a la costa y remolinos, es un enfrentamiento inagotable de agua sin vencedor aparente. Desde allí se tiene la más pura sensación de aislamiento geográfico: hacia el noroeste queda Australia, aunque tan lejos que ni se alcanza a ver, y yendo hacia el Este o el Oeste se llega a Chile o Argentina, respectivamente… Nada más. Solo agua infinita y esos pequeños trozos de tierra que constituyen la belleza de nuestro poco congestionado Hemisferio Sur.

El Cabo Reinga tiene especial importancia para los maoríes por ser el lugar donde sus muertos dejan este mundo. Comienzan su viaje deslizándose por las raíces de un árbol de 800 años llamado Phutakawa (que todavía se alza solitario entre las piedras de la orilla) y se sumergen en el océano. Hoy en día es un destino muy visitado tanto por los maoríes como por los pakeha (como los maoríes nos llaman a los demás) en parte por su precioso camino junto al acantilado por el que se llega a un faro, que hace muchos años controlaba una persona y ahora es automático.


Dormimos en un Bed and Breakfast (sin desayuno) de dudosa legalidad en el medio del bosque. Claro que al reservarlo no sabíamos que íbamos a estar tan aislados y por un momento temí lo peor: irme a dormir sin comer. Así que nos alegramos mucho cuando, después de manejar 12 kilómetros por carreteras de ripio en la oscuridad, encontramos con un restaurant que nos dio de cenar. Esas pequeñas cosas que lo hacen feliz a uno. Duró poco la felicidad o, mejor dicho, se vio interrumpida esa noche, cuando las ratas que caminaban por el techo se dedicaron a rasquetear la pared del otro lado de nuestra cama. Un somnoliento Alejo me preguntó tres veces qué era eso, como si yo tuviera al lado de mi almohada la enciclopedia de pequeños mamíferos ilustrada. Hubiera dado lo mismo que le contestara “ratas” o “transformers” porque se volvió a dormir, igual que yo. Se ve que Nueva Zelanda ha bajado tanto mis expectativas de confort que ya ni las ratas rasqueteándome en la cabeza me quitan el sueño.

Antes de volver a la civilización nos desviamos un poco para ver las impresionantes dunas de arena de Te Paki Stream, donde mi marido jugó y correteó hasta cansarse mientras yo (impedida voluntariamente de subir por la empinada ladera de la duna) lo esperaba abajo, descansando junto al arroyo. En Puhoi, un pueblito bucólico rodeado de bosque, donde antiguamente se establecieron los inmigrantes católicos de la República Checa, paramos a tomar algo en su histórica taberna, decorada con billetes de todos lados del mundo y corpiños. Y también nos detuvimos un poco después, alertados por unas ovejas fugitivas que corrían por la ruta, a escuchar las interminables majadas de ovejas de los campos vecinos, que sonaban como el más gracioso y menos coordinado de los coros. Aunque, pensándolo mejor, quizás haya sido una apropiada banda sonora para esta parte de Nueva Zelanda. 




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