Lo bueno de estar en un país semi salvaje es que uno siente
que está descubriéndolo por su cuenta. Es tan diferente de viajar por Europa,
por ejemplo, donde cada uno va por la huella que dejaron cientos de turistas antes…
hasta puede suceder que te encuentres con la misma gente en los mismos lugares.
Nos pasó en la Luna de Miel: veíamos a los mismos en cada lugar que visitábamos.
Ahora, todos a la playa roja, ahora a la playa negra, esta noche cena en el
barrio de Plaka… como si fuéramos en un gran tour llamado “la primera quincena
de septiembre en Grecia”. Eso tiene su lado positivo porque hace que viajar sea
fácil, placentero. Uno sabe lo que vio y lo que le falta visitar, puede
calcular tiempos, excursiones, diseñar el viaje a gusto de cada viajero.
Nueva Zelanda es diferente. Tiene sus propios tiempos que no
son los de un turista apurado precisamente. Por decir algo a modo de ejemplo,
las distancias que indica el mapa son muy diferentes en la vida real. Esos
magníficos 300 kilómetros por el bosque que marcaba el Google Maps y que
pensábamos recorrer en un par de horas, se convierten rápidamente en una
carretera poco confortable (en parte, debido a las proporciones de preparado y
piedra que usaron para construirla, le debo esta información a mis 5 horas en
el auto con 3 ingenieros civiles) de un carril y medio de ancho (contando los
dos sentidos) que zigzaguea por el bosque, provocando mareos a embarazados y no
embarazados por igual.
Así que los tiempos se estiran, las distancias se alargan y
los cuerpos se cansan con mucha facilidad… no es empresa para débiles. Pero
allá fuimos de cualquier modo, camino a Northland
(tierra del norte) más por aplacar el sentimiento de culpa que nos daba
vivir tantos meses en este país sin conocer cosas, que por la ilusión de lo que
íbamos a encontrarnos. Todo el mundo nos dice que tenemos que ir a la isla sur
que, para nosotros (con Ale trabajando de lunes a viernes), está tan lejos como
Jamaica. Así que simplemente vagamos por la isla norte como almas en pena,
buscando las cosas no vistas y no recomendadas por nadie.

La llamada Tierra del Norte es donde se dio el primer
contacto entre maoríes y europeos y donde se firmó el célebre Tratado de
Waitangi (1840), que se considera el documento fundacional de la Nueva Zelanda
moderna. El tratado tenía sus versiones en inglés y en maorí que, curiosamente,
no coincidían… así que hasta el día de hoy hay problemas con la interpretación
de las condiciones que firmaron ambos grupos. Para que después digan que no
sirve de nada aprender idiomas.
Habíamos dejado Auckland para viajar por la ruta costera que
bordea la isla por el Este y que conecta la ciudad con la zona de playas y la llamada
Bahía de las Islas. Si hubiéramos ido por la otra costa (cosa que hicimos otro
fin de semana), nos hubiéramos encontrado la playa de Karekare, famosa por una
increíble cascada que forma una olla al caer (en la que Ale se metió en
calzoncillos y para entretenimiento de una familia de pic-nic) y una película
que nunca vi que se llama “El Piano”; y también habríamos cruzado la población
de Piha, un pequeño conjunto de casas de madera frente a la playa salvaje, con
muchísimo viento y los más avezados surfistas.
La Bahía de las Islas, del lado este de Nueva Zelanda, es (a
contrario de su vecino agreste y ventoso, el lado oeste) un lugar de ensueño. Como
su nombre lo indica, es una bahía hogar de múltiples islas grandes y pequeñas,
la mayoría de ellas vírgenes y con nombres tan simpáticos como la Isla de las
Cabras, la de las Gallinas y la de los Pollos (aunque en ninguna de ellas estén
los animales de su nombre). Este lugar es el paraíso acuático de los
submarinistas. Y allí fue donde llegó el Capitán Cook con su tripulación en
1869, que escribió en su diario de viaje que los maoríes eran una población muy
agradable, a pesar de que por un malentendido idiomático se le habían comido 14
marineros. Un señor que sabía verle el lado bueno a las cosas, el Capitán Cook.
Comenzamos nuestro recorrido parando a ver la bonita playa
de Omaha que, a pesar de su conflictivo nombre, es un destino de veraneo típico
para los aucklandeses. Seguimos a la ciudad de Whangarei, donde nos detuvimos a
ver su increíble cascada de 26 metros que forma una cortina de agua sobre una
pared de basalto. Y luego llegamos hasta la hermosa ciudad de Paihía.
Desde allí salen excursiones en barcos para recorrer por
agua la encantadora Bahía de las Islas. Durante el recorrido, que dura unas
cuatro horas, vimos el famoso Hole in the
Rock (un acantilado que forma un arco sobre el mar), un grupo de delfines
enormes y muy sociables que saltaban la estela que iba dejando nuestro barco y
finalmente, paramos en una de las islas. Desde el simpático muelle de madera se
puede subir una colina hasta lo más alto para contemplar la maravillosa vista
de la bahía. Allá fuimos, junto a un sorprendentemente atlético grupo de la
tercera edad que, bastones incluidos, subieron hasta la cima por un pedregoso
camino de tierra. El paisaje desde allá arriba es absolutamente extraordinario,
se ve el mar de un color turquesa increíble y las islas verdes surgiendo por
aquí y por allá hasta donde alcanza la vista.

Al final de The Far
North (El Lejano Norte), se encuentra el Cabo Reinga, el punto más
meridional de la isla norte de Nueva Zelanda y donde se unen el Mar de Tasmania
y el Océano Pacífico. Un lugar curioso si los hay, en el que las corrientes
chocan y producen olas perpendiculares a la costa y remolinos, es un
enfrentamiento inagotable de agua sin vencedor aparente. Desde allí se tiene la
más pura sensación de aislamiento geográfico: hacia el noroeste queda Australia,
aunque tan lejos que ni se alcanza a ver, y yendo hacia el Este o el Oeste se
llega a Chile o Argentina, respectivamente… Nada más. Solo agua infinita y esos
pequeños trozos de tierra que constituyen la belleza de nuestro poco
congestionado Hemisferio Sur.
El Cabo Reinga tiene especial importancia para los maoríes
por ser el lugar donde sus muertos dejan este mundo. Comienzan su viaje
deslizándose por las raíces de un árbol de 800 años llamado Phutakawa (que
todavía se alza solitario entre las piedras de la orilla) y se sumergen en el
océano. Hoy en día es un destino muy visitado tanto por los maoríes como por
los pakeha (como los maoríes nos
llaman a los demás) en parte por su precioso camino junto al acantilado por el
que se llega a un faro, que hace muchos años controlaba una persona y ahora es
automático.
Dormimos en un Bed and Breakfast (sin desayuno) de dudosa
legalidad en el medio del bosque. Claro que al reservarlo no sabíamos que
íbamos a estar tan aislados y por un momento temí lo peor: irme a dormir sin
comer. Así que nos alegramos mucho cuando, después de manejar 12 kilómetros por
carreteras de ripio en la oscuridad, encontramos con un restaurant que nos dio
de cenar. Esas pequeñas cosas que lo hacen feliz a uno. Duró poco la felicidad
o, mejor dicho, se vio interrumpida esa noche, cuando las ratas que caminaban
por el techo se dedicaron a rasquetear la pared del otro lado de nuestra cama.
Un somnoliento Alejo me preguntó tres veces qué era eso, como si yo tuviera al
lado de mi almohada la enciclopedia de pequeños mamíferos ilustrada. Hubiera
dado lo mismo que le contestara “ratas” o “transformers” porque se volvió a dormir,
igual que yo. Se ve que Nueva Zelanda ha bajado tanto mis expectativas de
confort que ya ni las ratas rasqueteándome en la cabeza me quitan el sueño.
Antes de volver a la civilización nos desviamos un poco para
ver las impresionantes dunas de arena de Te Paki Stream, donde mi marido jugó y
correteó hasta cansarse mientras yo (impedida voluntariamente de subir por la
empinada ladera de la duna) lo esperaba abajo, descansando junto al arroyo. En
Puhoi, un pueblito bucólico rodeado de bosque, donde antiguamente se
establecieron los inmigrantes católicos de la República Checa, paramos a tomar
algo en su histórica taberna, decorada con billetes de todos lados del mundo y
corpiños. Y también nos detuvimos un poco después, alertados por unas ovejas
fugitivas que corrían por la ruta, a escuchar las interminables majadas de
ovejas de los campos vecinos, que sonaban como el más gracioso y menos
coordinado de los coros. Aunque, pensándolo mejor, quizás haya sido una
apropiada banda sonora para esta parte de Nueva Zelanda.
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