12 de marzo de 2012

El Ministerio de Intercambio de Razones


La señora estaba ahí acostada pero no sabía si abrir los ojos. Percibía un poquito de luz pero sabía que si abría un ojo, ya habría amanecido definitivamente. Se quedó un rato pensando en cosas, siempre pensaba en cosas a la mañana. No en cosas lindas, su cerebro estaba demasiado perezoso como para elegir pensamientos, así que vagaba entre los miedos y las perturbaciones ocultas de la mente. Al rato se dio cuenta de que estaba haciendo fuerza con los párpados para mantenerlos cerrados. “Esto ya no tiene sentido”- pensó interrumpiendo su temprana depresión- “voy a levantarme”.

Entraban haces de luz por los huecos de la persiana. Arrastró su cuerpo a un lado y se destapó de golpe. Como para no dejarse ni una opción. Las piernas, pesadas, cayeron a un lado de la cama y los pies tocaron el suelo. “Ya casi está- pensó-, solo un esfuerzo más.”

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. De repente se acordó que esa noche había tenido frío. Otra vez, Horacio, se había apoderado de las frazadas, haciéndose un gran canelón y ella se había quedado a la intemperie. O casi. Sin lograr despertarse del todo, se había ido haciendo un bollito en su costado de la cama. “¿Una ducha caliente?”- se preguntó, pero rápidamente descartó la idea.

Caminó con lentitud y tropezó con las botas que Horacio había dejado en el paso. Se llenó las pantuflas de pasto, porque eran las botas que usaba para cortar el césped. “¿Qué le costará dejarlas en la puerta?”- y era una duda sincera la suya, porque no lo entendía. ¿Quién podía querer despertarse para pisar un suelo lleno de pasto y barro? Ni siquiera él, estaba segura. Pero siempre había algo, y ella siempre lo hacía.

Eran tonterías. Tan comunes y corrientes que era aburrido el solo hecho de nombrarlas. El apropiamiento de las frazadas, la ubicación de las botas, la tapa del inodoro levantada, las marcas de vasos en la mesa del comedor, el completo desinterés por el mundo que lo rodeaba cuando veía un partido de fútbol. ¿Quién podía tomarse en serio esas cosas?

Entonces se acordó, se le vino a la mente que alguien ya había pensado en esto mismo y había inventado un lugar, una oficina del gobierno: el Ministerio de Intercambio de Razones. Se suponía que servía para la gente que, como ella, tenía pequeños motivos y necesitaba una razón de peso para tomar decisiones importantes. Una debía presentarse en una oficina en el centro, llevando una lista de esos motivos y entregar todo allí. Después de una exahustiva investigación, el ministerio intercambiaba los motivos expuestos en la lista por una razón de peso que considerara conveniente. Todo quedaba archivado en expedientes con carátulas tales como “Molestias antihigiénicas por Abandono de hogar” o “Pasiones deportivas por Cambio de preferencia sexual”.

La señora no sabía y tampoco se había puesto a pensar en cómo funcionaba este misterioso intercambio. No sabía si el Ministerio actuaba en la mente de los afectados introduciendo la mentira y una especie de amnesia parcial; o si el cambio se efectuaba en la realidad, como un macabro deseo cumplido.

Sonrió divertida pensado en la posibilidad de hacer una lista mientras caminaba hacia la cocina. Se sentó a la mesa. Prolijamente ubicados frente a ella, un lápiz y un papel. Tomó el lápiz, cerrándose la bata con un gesto de concentración. Las primeras razones fluyeron rápidamente, se las sabía de memoria. Luego se atascó, la invadió un poco de tristeza y de amor. Entonces se levantó de la silla y fue a poner la tetera. La señora no solía escribir casi nada. Se sentía rara haciendo una lista que no fuera la del supermercado. “Todo es una gran tontería”, se decía a si misma. Estaba haciendo la lista casi para poner en orden sus pensamientos.

Después de tomar el té, se sintió mejor. Entonces, lavó los platos, ordenó, barrió el piso, hizo la cama del dormitorio, limpió los vidrios, cepilló los sillones y pasó el plumero por todos lados. Se le ocurrieron más motivos para su lista y fue hasta la cocina a escribirlos.

Tras tanta actividad, ahora sí, se bañó con el agua bastante fría. Se puso uno de sus vestidos de hacer mandados y se paró frente al espejo para peinarse. La señora no era fea, tenía un aspecto demasiado de ama de casa pero, con un poco de arreglo, hasta podía ser bonita. Se cepilló sus rulos oscuros, que le llegaban hasta los hombros, se puso crema para la cara y colorete. En un arrebato de femeneidad, se pintó los labios de rojo. La imagen que le devolvió el espejo le pareció ridícula, así que se limpió el carmín con papel higiénico.

En medio de tan vanidosas tareas, una idea se instaló en la mente de la señora. “¿Y si pudiera volver a elegir?”- pensaba y descartaba la idea al mismo tiempo -“¿Y si pudiera hacer otra cosa, tener otra vida?”. Aunque parezca insólito en estos tiempos modernos, a la señora nunca se le había ocurrido esa idea. Su vida junto a Horacio fluía con toda naturalidad, y con el cariño de la costumbre. No estaba con él por una obligación desamorada, ni mucho menos. Quería a Horacio. Igualmente, a veces pensaba que en esa vida se le habían acabado las posibilidades. Como si su mundo estuviera cerrado con llave. No era culpa de él, ni de ella. Era como si la combinación de sus vidas dieran por resultado ese mundo, y eso fuera todo. Eso era. Horacio representaba para ella su mundo sin opciones.

Pasaron unos largos segundos mientras se miraba al espejo. Respiraba y se miraba. Por segunda vez en el día (y qué temprano todavía) su cerebro hacía y deshacía a su antojo. Se puso a pensar si tal vez no debería cambiarse de vestido. “Sí”, dijo en voz alta y se sorprendió un poco porque no sabía de dónde había salido ese sí. Cuando apagó la luz del baño, la señora había tomado una decisión. Ya en la cocina, su lista le pareció burda y casera. Así que consiguió un papel mejor y la pasó con lapicera, intentando una mejor caligrafía. Puso la hoja en una carpetita, y todo en su cartera.

Cuando llegó a la oficina del Ministerio de Intercambio de Razones, había una cola. No se lo esperaba. “¿Y si la veía alguien conocido? Que vergüenza…” Se quedó parada en medio de la vereda, llena de dudas y sintiéndose ridícula con su vestido elegante y sus labios rojos. Sí, se los había vuelto a pintar.

Ya casi desistía de su labor impensada cuando vió a un señor. Estaría en el tercer o cuarto puesto de la cola. Su vestimenta era impecable pero lo que más le llamó la atención fue su pelo. Una ola de pelo negro brillante. Pelo. Horacio no tenía pelo. No es que la cabellera masculina fuera una de sus mayores preocupaciones, pero todo el conjunto la impresionó un poco.

Como sin quererlo, se paró en la cola, que fue avanzando lentamente mientras ella miraba las manos suaves del señor, sus zapatos lustrados. Cuando le tocó el turno a él, sonrió a la empleada detrás del mostrador. Entregó sus papeles y esperó. A la señora le pareció oir una voz profunda y seductora, pero la verdad es que el señor no habló. Al cabo de un rato, saludó a la empleada, dándole las gracias y se dio vuelta para seguir su camino. Tal vez tenía más mandados que hacer.

Cuando pasó a su lado, la miró y dejó de caminar. Se acercó a ella y pareció buscar en su mente algo para decir. Lo primero que se le ocurrió fue una pavada. Pero lo dijo igual.

-Si me permite el atrevimiento, señora, tiene usted un paraguas muy bonito. ¿Dónde lo compró?

Ella se rió del atrevimiento, de la pavada y de su absurda costumbre de llevar el paraguas a todos lados. No le contestó nada y volvió a reír cuando él le tendió la mano y se presentó diciendo “Mi nombre es Augusto Rocha. Encantado de conocerla”.

(Final alternativo)

Ese mismo día, pero mucho más temprano, Horacio se levantó y salió de la casa intentando no hacer ruidos. Aunque llevaba sus botas de cortar el pasto, no se sentó en la podadora, sinó que siguió de largo por la veredita del jardín hasta la calle.

Cuando volvió, puso a calentar el café, que descansaba en la cafetera desde el día anterior. Y, mientras se tomaba una gran taza, paseó su mirada cansada por la cocina. Había colgado su piloto en una silla y se acercó a sacar unos papeles del bolsillo interior. Fue hasta la habitación, donde todavía dormía su señora, se sacó las botas y guardó los papeles en el cajón de la mesita de luz. Antes de cerralo, les hechó una última mirada, leyó el sello que cruzaba en diagonal la primera hoja: “Variedades Molestas por Infidelidad: concedido”.


6 comentarios:

  1. Cintia, permite que opine en relación a éste último cuento que publicas, y que me alegre por el cada vez mayor nivel que van alcanzando tus escritos, la correcta plasmación de y estrimada la historia, su articulación, a veces perseguida por tiempo y duración pero igualmente válida. Y sobre todo ese saber estirar y enrocar la historia hasta hacerla aparecer mordiendo la cola de lo que el inicio había trazado en el aire. Muy bien, como diría, a veces por compromiso de magisterio, nuestra sabionda profe literaria. Un saludo cariñoso.

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  2. Gracias, Norberto!!! Aprecio mucho tu crítica, de verdad. Intentaré seguir mejorando siempre! Un abrazo.

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  3. Muy bueno, Cin!!! Me encanto!! Lo que mas me sorprende es que escribis como si fueras una señora grande, con experiencias de la vida. Sera tu imaginacion acertada o tu gran observacion de las personas?? Sea cual fuere, te sale muy bien!"!! Besos de tu orgullosa madre.

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  4. Gracias, Ma!!! Que suerte que te haya gustado... Me encanta tenerte de lectora fiel =) Besotes

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  5. Cintia: atrapante, tu blog es atrapante. Hoy me he leído el 2012. Hasta los relatos que ya conocía, que me han gustado incluso más que la primera vez. O no, porque me gustaba más o irte a ti leerlos. Enhorabuena. seré una lectora fiel. Besos.

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  6. Gracias, Nani!!! Que alegría tu comentario, me pone muy contenta! Ojalá que te diviertas y pases un lindo rato, aunque no me tengas de lectora!!! Un beso grande

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