1 de marzo de 2012

Los jefes del café


-Mire, sargento, escúcheme, no puede ser que no haya café en todo Marruecos. Es imposible. ¿Usted está seguro que buscó bien?

-Si, teniente, con todo el respeto le digo, mandé a mis hombres a todos lados. Tenían instrucciones de no volver a menos que consiguieran café, y aún así volvieron con las manos vacías. Nada.

-Es que usted no sabe buscar, sargento. Sus hombres están agobiados por el calor y embotados por este lugar inhóspito. Ya no saben realizar ni las tareas más simples.

-Teniente, hicieron todo lo posible. Usaron dinero para sobornar a algunos locales, siguieron pistas que no conducían a nada. Se violentaron y golpearon las puertas de los palacios, gritaron a los emires y aún así, nada. Ni un grano de café.

El teniente lo miró fijo. Una mueca de desconsuelo apareció en su cara, curtida por el viento del desierto. Saludó al sargento y dio media vuelta. Cruzó un patio de baldosas blancas, donde el reflejo del sol dañaba los ojos y entró en una habitación en penumbras. Algunos hombres jugaban a las cartas en un rincón. Se cuadró para saludar y, dirigiéndose a uno de ellos dijo:

-Capitán, no han encontrado café. Lo siento.

El capitán dejó sus cartas sobre la mesa y levantó la vista.

-¿Cómo que no encontraron café?- preguntó con disgusto y empezando a subir la voz- Una tarea tan estúpida como buscar café y no lo logran. ¿Qué clase de hombres maneja usted, teniente? Si no estuviera ocupado, iría yo mismo. Seguramente no tendría más que preguntar por ahí y estaría de vuelta con una bolsa de cinco kilos.

El teniente no supo qué decir. Se quedó en silencio, parado en medio de la habitación. Los otros jugadores de cartas lo observaban atentos. También el capitán seguía mirándolo, inquisitivamente, le pareció.

-Capitán, han removido cielo y tierra. Ya no hay café. Es la guerra, se empiezan a terminar las cosas acá.

Aunque el capitán ya lo sabía, o se lo imaginaba, jamás le hubiera dado la razón al teniente. Lo dejó ahí parado un rato, con su cara de férreas disculpas. Revisó sus cartas, como ocupando el tiempo y luego le dijo “Hágame el favor y váyase, teniente, ya lo llamaré cuando se acabe alguna otra cosa.”

El capitán quiso jugar a las cartas un rato más, pero le resultó imposible concentrarse. No había forma de eludir lo que le esperaba: ir a comunicarle al mayor, que no habían encontrado café.

Cualquiera hubiera dicho que era una menudencia lo del café, pero la verdad era que en ese desierto, toda la tropa tenía sus pequeñas rutinas, que les hacían más llevadera la vida y los apartaban de la locura. Por las noches, después de cenar, el coronel y el general se sentaban en una mesita con mantel en el patio, y tomaban café mientras charlaban de los asuntos de la milicia. Bajo un cielo estrellado, todo el mundo sabe que en el desierto es el mejor, los dos jefes hablaban por largas horas y tomaban café. La noche anterior se había servido lo último que quedaba, y eso que la cocinera lo había estirado agregándole agua hasta el punto en que el general dijo “pero qué feo que está este café” y el coronel, sospechando la situación, le contestó que habían tomado demasiado y le estaban perdiendo el gusto.

El capitán cruzó el patio abrasado por el sol y siguió caminando hasta la última pieza, la cocina, donde el mayor se encontraba bebiendo té y leyendo sus libros, costumbre que había adoptado desde que llegó al desierto. Decía que le gustaban los aromas de la cocina. La cocinera, una negra inmensa, estaba en la otra punta del cuarto cortando vegetales e hirviendo los garbanzos. Entre sus piernas revoloteaba un niño que, cada tanto, paraba la oreja para escuchar las conversaciones de los militares.

Ni bien entró en la estancia, el capitán saludó “Buenas tardes, mayor. Siento molestarlo, pero anoche se acabó el café y no hemos encontrado más.” El mayor, que era una persona poco dada a la melancolía, lo miró extrañado por un momento y le contestó “Bueno, que tomen té.”


-Y el mayor dijo “bueno, que tomen té”- susurró el niño, que era muy pequeño, pero ya sabía a quién ir con los chusmeríos.

La imagen la tomé prestada del archivo fotográfico de Bartolomé Ros, padre de una amiga del taller:

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