Un hombre está
sentado en un banco de la calle, fumando un cigarrillo. El cielo está oscuro y
gris, las horas antes del amanecer. Se levanta y tira el cigarrillo a un lado.
No lo apaga. Comienza a caminar. Camina con determinación pero sin prisa. Las
calles están desiertas, las luces todavía encendidas.
Lleva un jean
gastado y las manos en los bolsillos de una campera, vieja, le queda pequeña.
Camina por las calles que suben y bajan por la ciudad. Se aclara el cielo y empieza a amanecer. Sigue
caminando y baja el ritmo mientras saca otro cigarrillo y lo enciende. Va
fumando y sin mirar a los costados.
Sale el sol y le
ilumina la cara. Los ojos entrecerrados, con arrugas. En su pelo brillan
algunas canas. Muchas canas. No es un hombre joven. Se pasa la mano por el
cabello repetidamente. Sus dedos están amarillos, las uñas largas y sucias. Camina
más vigorosamente y termina su cigarrillo. Se saca la campera y la hace un
bollo que pone debajo de la axila.
De pronto se
detiene y busca en sus bolsillos, en el pantalón y en la campera hecha un
bollo. Busca y rebusca. No encuentra nada. Frunce la cara y vuelve a caminar,
cada vez más rápido. Comienza a correr, el viento lo despeina. Corre y pasa la
campera de una mano a la otra. La tira al suelo. Sigue corriendo, se le caen
los cigarrillos, vuelve la cara para ver, pero no se detiene. Corre en una
cuesta abajo. Las luces de la calle ya se apagaron. Se hace sombra en los ojos
con una mano y mira a lo lejos. Ve algo. Corre hasta llegar a una estación. El
tren comienza a andar, y él se cuelga del último vagón. Se apoya contra la
pared, no entra. Se rasca la cabeza y sonríe.
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