-Oíd, mortales, éste es el trato:
Ustedes sacrificarán en mi honor a una niña todas las primaveras. Y yo, a
cambio, les daré lluvia.
-¡No!- gritaron los mortales. No
porque no sobraran niñas en ese pueblo, pero porque estaban hartos de los absurdos
pedidos de los dioses.
-¿Cómo qué no?- inquirieron los
dioses, enfurecidos, mientras el cielo se estremecía entre truenos y
relámpagos.
-¡Que no!- repitieron ellos.
-Las más horribles plagas caerán
sobre ustedes si no satisfacen nuestras demandas. ¡Las más horribles!
Los hombres miraron a su
alrededor. La tierra estaba seca desde hacía meses, no crecía nada en ese yermo
suelo. Los niños lloraban de hambre, las madres se arrancaban los pelos con
desesperación. Los adultos estaban enfermos, agotados. Los animales habían
huido y las casas se habían quemado. Ya no quedaba nada, solo desesperanza.
-¿Qué más nos puede pasar?-
preguntaron los mortales mirando al cielo- ¿Qué más? Traigan las plagas y los
huracanes, bajen demonios y fieras a destrozarnos. Nada nos importa ya.
Durante un horrible minuto se
hizo el silencio. No duró mucho para los hombres, pero para los dioses fue como
una eternidad.
De repente, una única gota
transparente cayó del cielo. Mojó la tierra por un segundo y pareció evaporarse
nuevamente. Otra gota. Muchas más.
Los hombres habían ganado.
Que lindo Cin!! Esperanzador. Hay que saber decir que no y mantenerse fiel a las ideas. Besos!!!
ResponderEliminarENCONTRE TU VERSO ESA NOCHE
ResponderEliminarMarzo de 2000
Esa noche encontré tu verso,
tu boca recitando como si fuera
la boca pez-dentada de OPS
mascullando en mis entrañas.
Infectándome, precisa y sabiamente.
Esa noche encontré tu verso.
La palabra que lo articula,
la idea hecha de sensaciones,
y recuerdos análogos.
La boca que recita mordiendo,
al verbo que muere y resucita.
Té ví, supuse que eras muchacha
machucadura, la que hiere y golpea
con el duro verso dorado, esa cosa,
maltratando a alguien por contusión,
en el alma. La que machea para machar.
La voz opaca y rota, la cadencia curiosa
del tuyo sur iluminado, en sombras.
Luego estampaste tu simple nombre
de María, en el libro dedicable.
(Con mi rotulador de punta fina).
¡Gracias por escucharme!, agregaste.
¡Gracias por recitarlas!, me dije.
Palabras que abren cicatrices,
surcos para nuevas verdades.
Y me fui callado, chorreando imágenes.
Esa noche encontré tu verso,
tu boca esquinada de verbos y palabras;
la cadencia curiosa de tu voz opaca…
(¡Y olvidé mi rotulador de punta fina!)